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Garafía salvaje e histórica: la playa de El Bujarén y el puerto de Santo Domingo

Como todas las grandes vistas, se presiente desde la distancia la emoción antes de llegar a ella y, una vez allí, la garganta se enmudece y los sentidos se agudizan. Incluso los pies anhelan convertirse en alas para volar hasta los roques que se alzan como torres de un castillo sumergido en alta mar. Es la ruta del Porís de Santo Domingo.

Este enclave costero es a la vez mirador, puerto, playa y mar abierto a las posibilidades del municipio de Garafía. Además, se encuentra a menos de seis horas a pie del Roque de Los Muchachos por un camino real que llega hasta la misma costa. Allí descubrimos dos roques submarinos custodiando los acantilados más viejos de la isla. La ruta incluye el descenso al embarcadero por donde se arriesgaban muchos palmeros emigrantes en la aventura hacia América en la década de 1950 y la playa de El Bujarén, de la que se puede disfrutar plenamente cuando la marea está baja. Se llega hasta ella a través de un recorrido escarpado, así que está bien tener en cuenta que tras esta excursión nos espera un baño delicioso en el atlántico occidental más salvaje e histórico de La Palma.

Lo interesante del Mirador del Roque es que, asombrosamente, al llegar a él aún se descubre más belleza que la sospechada desde la lejanía.  El azul turquesa y el blanco con el que el viento pinta de crestas en el mar, el azul celeste en el que navegar con la mirada cruzando el cielo, la costa salpicada de huellas en infinitas tonalidades de verdes. Y todo eso con el run run del viento suspirando para que mires más allá de lo que tienes ante los ojos. Porque acabamos mirándonos a nosotros mismos en el paisaje.

Además, al  pie del mirador se abren dos caminos, o veredas, una a la izquierda y otra a la derecha, para alcanzar el océano de forma diferente, pero ambas aventurándote por el acantilado más antiguo de la isla. A mano izquierda está el final del camino real que conduce al puerto de Santo Domingo. Ese mismo camino, tal vez en peores condiciones, lo recorrían con su equipaje los emigrantes para llegar a la pequeña embarcación atracada en un diminuto muelle, apenas con tres o cuatro escalones y una baranda natural para pescar. En ella llegaban hasta alta mar, hasta el buque que los esperaba para llevarlos, ilegalmente, hasta América en la década de 1950. Se jugaban la vida al bajar por esas piedras por las que uno camina ahora, no sé con cuanta tristeza en el corazón por no saber si ese era un viaje solo de ida, anónimos, a escondidas de la Guardia Civil. Hay tanta belleza flotando en el aire que cualquiera diría que algo de ellos se quedó allí, colgado en las grutas en las que ahora solo quedan cuerdas y hierros oxidados por el mar, con el océano embravecido y el tam tam de las olas chocando contra la costa, llorando espuma y empapando con ellas hasta la médula del que observa.

Bajando por el mirador pero en el lado de la derecha, por un camino con más tierra pero tal vez más estrecho, se llega a la playa de El Bujarén, tras media hora de descenso empinado. Si se quiere disfrutar del baño lo mejor es hacer este trecho con tiempo y coincidir con la marea baja, para encontrarla con arena. Los roques submarinos custodiarán nuestras brazadas. Además, en la playa hay una cueva natural que nos dará refugio del mar embravecido. Ese mar que todos llevamos dentro, y que a veces también se calma.